viernes, 1 de agosto de 2008

SUEÑOS DE BARRO


” El respeto es el poema de amor de la dignidad humana”

"Dijo Dios: veo que he creado muchos poetas,
pero no tanta poesía".
Charles Bukowsky


Avanzaba la noche en Praga, mientras las estrellas colgaban de ese cielo negro que tan interiormente conocen los perdedores. Aquella mujer permanecía aún en su camerino con una parsimonia histriónica -cabeza gacha, sonrisa hierática-. Se quitaba la cubierta adhesiva de la piel de goma como si fuera una excrecencia. Tenía su segunda piel la apariencia de un amasijo de carne podrida, por efecto del maquillaje.


Las lentejuelas la cubrían casi totalmente. Un enorme traje escondía su estructura ósea, un cuerpo considerablemente menor. El resto se completaba con unas zancas de madera de roble sin barnizar, que la otorgaban el aspecto colosal de un Sísifo que hubiera alcanzado -por fin- la sabiduría.


El cartel luminoso -ahora apagado- anunciaba a OLIMPIA, LA MONSTRUA DE DOS CABEZAS, promoción que le hacía muy poca justicia, porque aparte de la suya natural -diminuta, casi calva y pálida- la otra sólo formaba parte del relleno de trozos de cáñamo y pintura que ella misma se hacía antes de la función, para dotar de autenticidad al personaje.


A esas horas de la madrugada Olimpia divagaba, como tantas noches: El arte es una sutil cadena que nos ata con cada partícula del cosmos, estaba pensando....
Ella, que estaba hecha de la materia con que se trenzan las quimeras; su sueño infantil de artista y su constancia la habían llevado a la cima de su profesión. Desde la pista lanzaba guiños y provocando a los espectadores, que la observaban con deleite y asombro.

La feria permanecía dormida, con sus gigantes mecánicos plantados en la tierra, los tentáculos del pulpo inmóviles, con restos de grasa, apenas apoyados en el suelo. Las barandillas y los escalones -algunos caídos por el vendaval de medianoche- mostraban un atrezzo grotesco en su abandono. Serpentinas de colores, y montoncitos de confeti cubrían esa parte del mundo que hacía unas horas fue el Paraíso.

Un equilibrista trasnochado jugaba un solitario a escondidas. Una pareja de payasos hacía el amor en silencio, como no queriendo turbar la quietud de ese mutis mágico que les regalaba la noche y su quietud. Los demás dormían en espera del siguiente día, aguardando sus luchas, sus quimeras, sus desengaños, aguardando a la vida, ese sueño del que no podemos despertar jamás.

Mientras, a oscuras para que ni siquiera una sombra fuera testigo de su intimidad mórbida, Olimpia se despojaba de su vestimenta. Imponía al momento una ceremonia ritual de parsimonia, como si al hacerlo deprisa rompiese el hechizo de sus actuaciones.

Su vida reflejaba una sucesión de fragmentos de distintas tonalidades: conoció el amor, con un pequeño artista que cuidaba los elefantes que tenía el rostro de un hombre curtido por los descalabros. Debió sumarse a la añoranza cuando hubo de abandonar las atracciones para dedicarse a su propio restaurante en un viejo barrio parisino. Casi todos sus familiares habían muerto, y el único sobreviviente trabajaba en un laboratorio clínico en las afueras de Morelia, muy próximo al acueducto. El único capital que había podido ahorrar era su experiencia. Además de eso, le quedaban aún en su cooperativa de crédito los lugares remotos a los que la llevo la vida y aquellos libros que el tiempo le permitía leer en calma.


Olimpia probaba a menudo el sabor ácido de la nostalgia. Entendía la soledad como una urgente necesidad de encontrarse consigo misma, un espacio que nunca dejaba ocupar al miedo. Y es que sólo existe algo más triste que la soledad, el deseo de estar solo. Aquella noche el libro que estaba leyendo rompía cualquier destierro y la acompañaba durante los eternas trayectos de una ciudad a otra nueva. Los viajes son como los libros, se inician con cierta incertidumbre, y se finalizan con melancolía, pensaba en ese instante.


Casi había terminado su litúrgico desnudo. Sólo le quedaban las manos. Se las quitó con ligereza, y las metió, con el resto de sus miembros, al baúl escarlata que la había acompañado desde siempre. Más tarde, arrastrándose con los muñones por el suelo, se dirigió a su breve camastro. Al pasar por el espejo, no pudo disimular un rictus de vergüenza ante la horrenda máscara de su rostro: un sólo ojo y la nariz como una gota suspendida en la cara mostraban en toda la extensión su fealdad.


Se recostó sobre su almohada de plumas y cerró los ojos. Mañana sería otra vez, OLIMPIA, LA GIGANTE.

Madrid, 1 de agosto de 2008

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